Parece que fue ayer, disfrutábamos tranquilamente de una carne asada y
cervezas que parecían no terminarse; la hielera infinita de Gallo, Kloster, Tecate
y Quilmes. Yo traía bastón; si, como viejito. La vida loca de las carnes asadas
me pasó la factura justo el día del clásico. La casa, que es de ustedes, bueno,
de mi novia pero de ustedes cuando gusten, estaba llena de azul y amarillo, cantábamos
por igual aquello de:
“Pero mira, la tribuna es una fiesta
Es tu hinchada que te aliente,
Hoy no podemos perder…”
Minuto 62, remate de Alan Pulido; Gol, ese glorioso Gol que nos hizo
gritar y abrazarnos cual señoritas emocionadas cuando su mejor amiga les dice
que “aquel” ya le dio el anillo; ese maravilloso momento de romper la red del
rival, del odiado, de los de enfrente pues. Parece que fue ayer pero no,
pasaron casi seis meses de eso y hoy, para ser exacto hace tres días, nos tocó
perder en casa. Me lleva la chingada.
Para los hinchas de Tigres o Rayados, esos 90 minutos de cada seis
meses, a menos que por alguna extraña razón nos encontremos en liguillas o
torneos chambones, son el aire que nos toca respirar, la luz o la oscuridad, y
por tanto, la gloria o la humillación; el juego clave de cada temporada. Esta
vez, y como otras tantas, las apuestas corrieron y entre una de ellas se me
ocurrió la magnífica idea de dejar pelón al mayor rayado que conozco: mi papá. Error, los papás siempre
tienen la razón, hasta cuando la lógica diga que no, como en este caso; el
mejor equipo del torneo contra el siete de la tabla, ¿díganme si no lo hubieran
hecho? El caso es que perdí, bueno, mi equipo junto conmigo, o yo junto con
ellos.
Todo apuntaba a una gran victoria. Sábado por la tarde, me preparé para
ir a una boda con mi novia, que por cierto se ha convertido en la hincha más
racional que conozco, pero eso luego se los cuento, además de bonita y
futbolera, le gusta ponerle apuestas a cualquier juego, hasta contra el Querétaro
hubiera apostado, si es que conociera a alguien que lo tuviera de club. Bueno,
a lo que iba, ya andaba yo de tacuche y todo el pedo. Me enteré hasta el minuto
uno del juego que no iría por tv abierta, desde ahí ya era un pedo, pensaba ver
el primer tiempo a gritos y uno que otro
insulto de mi dama, minutos del segundo, pero bueno, gracias Televisa, ve y
chinga a tu madre. Ya en el bodorrio las
cosas cambiaron. Con mi celular en mano estuve siguiendo el juego cada minuto,
cada actualización, cada punto y coma de los jodidos ciento cuarenta
caracteres, cuando nos hicieron el gol, y digo nos hicieron porque me dolió
hasta el alma leerlo, como si en mi otra vida hubiera sido la red de la
portería norte del Estadio Universitario y el balón me diera justo en los
huevos. El caso es que esperé y esperé el gol que al final, no lo niego,
siquiera nos diera el empate, el puntito. Ándele.
Chingó a su madre, luego del berrinche que mi vieja me bajó casi a
madrazos, (les digo que es bien racional), yo en otro momento me hubiera salido
de la boda, no sin antes robarme una botella de whisky, de ron o de coca-cola
ya nomás por hacer maldades. Pero ella, chingado, tranquila, con esa mirada de
“síguele chingando y veras como no coges en tres meses”, me calmó y ya entrado
en el whisky (el que me pensaba robar) pues la noche se hizo suave, el dolor
del juego lo aterricé como un dolor de muela, ahí, latente, pero ¿qué culpa
tenían los novios y la tornaboda de eso? Pues nada, ahí me tienen a las tres de
la mañana cantando “Vuela, vuela” de Magneto y asegurando que es la mejor
canción de la década de los noventa. Les digo, cada uno vive y muestra su dolor
a su manera, hasta en el karaoke.
Ya es martes, la semana inició así: con el domingo de mercadito sobre
ruedas, elote, aguas frescas, rentando películas y esperando el día. Mi cabello
hasta hoy cayó, no porque me anduviera haciendo wey (no ocupo de pretextos),
hoy sentí que era el día, llegué orgulloso a darle muerte, visitamos a mis padres para que vieran que su
hijo, el Tigre, cumple lo que promete, luego no hay copa, (pero esa luego se las
cuento). Mi cabello siempre había sido lo más preciado, y qué gusto que el que
lo chingó fue mi Padre; para esa melena rizada, solo le tengo una línea de
despedida:
Vuela, vuela, no te hace falta equipaje.