jueves, 2 de mayo de 2013

Vuela, vuela


Parece que fue ayer, disfrutábamos tranquilamente de una carne asada y cervezas que parecían no terminarse; la hielera infinita de Gallo, Kloster, Tecate y Quilmes. Yo traía bastón; si, como viejito. La vida loca de las carnes asadas me pasó la factura justo el día del clásico. La casa, que es de ustedes, bueno, de mi novia pero de ustedes cuando gusten, estaba llena de azul y amarillo, cantábamos por igual aquello de:

“Pero mira, la tribuna es una fiesta
Es tu hinchada que te aliente,
Hoy no podemos perder…”

Minuto 62, remate de Alan Pulido; Gol, ese glorioso Gol que nos hizo gritar y abrazarnos cual señoritas emocionadas cuando su mejor amiga les dice que “aquel” ya le dio el anillo; ese maravilloso momento de romper la red del rival, del odiado, de los de enfrente pues. Parece que fue ayer pero no, pasaron casi seis meses de eso y hoy, para ser exacto hace tres días, nos tocó perder en casa.  Me lleva la chingada.
Para los hinchas de Tigres o Rayados, esos 90 minutos de cada seis meses, a menos que por alguna extraña razón nos encontremos en liguillas o torneos chambones, son el aire que nos toca respirar, la luz o la oscuridad, y por tanto, la gloria o la humillación; el juego clave de cada temporada. Esta vez, y como otras tantas, las apuestas corrieron y entre una de ellas se me ocurrió la magnífica idea de dejar pelón al mayor rayado que  conozco: mi papá. Error, los papás siempre tienen la razón, hasta cuando la lógica diga que no, como en este caso; el mejor equipo del torneo contra el siete de la tabla, ¿díganme si no lo hubieran hecho? El caso es que perdí, bueno, mi equipo junto conmigo, o yo junto con ellos.
Todo apuntaba a una gran victoria. Sábado por la tarde, me preparé para ir a una boda con mi novia, que por cierto se ha convertido en la hincha más racional que conozco, pero eso luego se los cuento, además de bonita y futbolera, le gusta ponerle apuestas a cualquier juego, hasta contra el Querétaro hubiera apostado, si es que conociera a alguien que lo tuviera de club. Bueno, a lo que iba, ya andaba yo de tacuche y todo el pedo. Me enteré hasta el minuto uno del juego que no iría por tv abierta, desde ahí ya era un pedo, pensaba ver el primer tiempo  a gritos y uno que otro insulto de mi dama, minutos del segundo, pero bueno, gracias Televisa, ve y chinga a tu madre.  Ya en el bodorrio las cosas cambiaron. Con mi celular en mano estuve siguiendo el juego cada minuto, cada actualización, cada punto y coma de los jodidos ciento cuarenta caracteres, cuando nos hicieron el gol, y digo nos hicieron porque me dolió hasta el alma leerlo, como si en mi otra vida hubiera sido la red de la portería norte del Estadio Universitario y el balón me diera justo en los huevos. El caso es que esperé y esperé el gol que al final, no lo niego, siquiera nos diera el empate, el puntito. Ándele.
Chingó a su madre, luego del berrinche que mi vieja me bajó casi a madrazos, (les digo que es bien racional), yo en otro momento me hubiera salido de la boda, no sin antes robarme una botella de whisky, de ron o de coca-cola ya nomás por hacer maldades. Pero ella, chingado, tranquila, con esa mirada de “síguele chingando y veras como no coges en tres meses”, me calmó y ya entrado en el whisky (el que me pensaba robar) pues la noche se hizo suave, el dolor del juego lo aterricé como un dolor de muela, ahí, latente, pero ¿qué culpa tenían los novios y la tornaboda de eso? Pues nada, ahí me tienen a las tres de la mañana cantando “Vuela, vuela” de Magneto y asegurando que es la mejor canción de la década de los noventa. Les digo, cada uno vive y muestra su dolor a su manera, hasta en el karaoke.
Ya es martes, la semana inició así: con el domingo de mercadito sobre ruedas, elote, aguas frescas, rentando películas y esperando el día. Mi cabello hasta hoy cayó, no porque me anduviera haciendo wey (no ocupo de pretextos), hoy sentí que era el día, llegué orgulloso a darle muerte,  visitamos a mis padres para que vieran que su hijo, el Tigre, cumple lo que promete, luego no hay copa, (pero esa luego se las cuento). Mi cabello siempre había sido lo más preciado, y qué gusto que el que lo chingó fue mi Padre; para esa melena rizada, solo le tengo una línea de despedida:
Vuela, vuela, no te hace falta equipaje. 

martes, 9 de abril de 2013

El amor de los condenados


Debido a mi complexión física y a mi carencia de talento para el deporte de las patadas, nunca era elegido en el once o siete o tres titular de ninguna competencia, reta o cascarita callejera, mucho menos escolar. En una ocasión, junto con los vecinos de mi barrio y mi sobrino, dos años menor que yo pero todo un crack en la defensa, armamos nuestro equipo de futbol en el torneo de “La Araña”, muy conocido en la colonia. No recuerdo el nombre, quizá era Colo Colo o Inter de alguna chingadera. Andaba la efervescencia enorme de aquella selección de Jorge Campos, Luis García, Zague, etc. Ahí alineé por primera vez, como portero, sí, portero. Por alguna extraña y desafortunada razón, siempre se piensa que el “gordito” del equipo puede desempeñar muy bien el papel de estar ahí parado, viendo como los demás van y vienen divertidos con esa esfera que tantas cosas mueve. Y sí, era según yo un buen portero, hasta me compraron unos guantes y toda la cosa. Todo esto con la negativa de mis padres que, aficionados al beisbol, como la mayoría de los saltillenses, no vieron con gusto que su hijo participara en un deporte donde los hombres andan en shorts. Sí, así son mis viejos.

En aquella ocasión, también por azares del destino, o por pura mamada de alguno de mis compañeros, me fui a cobrar un tiro libre; la idea era, en un principio, que yo con mi fuerza (era casi a medio campo) colocara el balón en el área grande y de ahí remataran para hacer el gol. Carente de talento y técnica, le pegué al esférico como pude. La verdad, fue lo que en las calles se le conoce como “pezuñazo”, con la punta, pues; y ahí iba el balón, girando por el cielo cual episodio de los Súper campeones. Mi tiempo se detuvo por unos segundos y gol, mi primer (y el único según creo) gol en un torneo oficial de barrio, me sentí Marcelino Bernal, o mínimo “El Matador”, y me fui a celebrar con mis compañeros mi hazaña, incrédulos también gritaron de emoción y bueno, según recuerdo, ese partido terminó 2 – 0 en nuestro favor.

Luego dejé el soccer, como dicen, es mejor retirarse en la cima, no volví a ningún partido. La verdad es que invitaron a otro portero más ágil, hasta traía su uniforme rosa de rombos multicolores al estilo de Jorge Campos. El caso es que para esa época, mis visitas a “regiolandia” eran muy frecuentes y entre la familia paterna encontré una de mis mayores pasiones; por un lado estaban los rayados apoyados por mi padre, (que sigue diciendo que le caga el futbol, pero se encabrona cuando pierden los de azul y blanco), todos ellos intentando convencer al que hasta ese momento no tenía equipo, de vestirse de cebra; por el otro, los Tigres, estos jamás se esforzaron, nunca recibí un regalo de su parte y terminé con ellos. Aquel 1996 sufriendo lo que hasta ese día no entendía, un descenso a la Primera A; ahí nos tenían, sufriendo el mal paso de tres campañas anteriores, luego llegó Sinergia Deportiva, la empresa salvadora de todos los tigritos que para ese momento éramos más de tres, pero sí muy tristes tragando la cajeta del rival. En diciembre del mismo año, nuestro poderoso equipo ganó el torneo de invierno y luego se coronó campeón del verano del 97, derrotando nada más y nada menos que a los Correcaminos de la UAT, con un marcador de 4-1 global, que a estas alturas a ustedes les viene valiendo madre. 

Uno nunca sabe por qué le toma cariño a las cosas, tuvieron que pasar muchos años para recibir una alegría parecida a esa, muchos clásicos y la copa que no llegaba. Uno no sabe por qué ama las cosas que le duelen más; aprendimos a perder tanto que nos enamoramos de la derrota. Así me hice hincha de esos Tigres de dos estrellas, de los que cada año, don “Rober” les ponía un pastel aumentando una velita por cada torneo sin campeonato; los mismos por los que pasó el “Diablo” Núñez, Luis Hernández y Claudio Suárez; así me enamoré de sus colores, así lloré dos finales contra Pachuca y tres o cuatro o diez clásicos perdidos. Uno nunca entiende de pasiones hasta que le quitan a un Gaytán; no se sabe de impotencia hasta que ve a un bulto como “Kikín” en su alineación. Pero lo confieso, tampoco sabía de alegrías verdaderas, hasta que ese equipo, después de veintinueve años se coronó campeón. Jamás un abrazo y un “felicidades” de mi madre me había sabido tan bien.

Uno nunca sabe lo que es volver a la derrota hasta que casi nos matan en otras canchas, en otros barrios de otras ciudades a donde uno va a seguir a su equipo. Uno vuelve a la lona cuando un rival sin chispa, ni afición, ni garra, ni nada de lo que uno presume, le mete dos goles en menos de cinco minutos y nos deja fuera de un torneo. Uno nunca sabe si de haber sido un gran jugador en los torneos de barrio, el crack de la colonia y pertenecer siempre al grupo de los ganadores, me hubiera enamorado tanto de este equipo, de haber sido de los de enfrente, de compartir mi mundo con mundos que no son míos, si siempre fuimos condenados a sufrir, si siempre fuimos los de abajo.

¿Cómo no hacerse hincha de Tigres?