Miguel apenas tienes doce años, su padre trabaja en una de las tantas
maquiladoras en la ciudad de Ramos Arizpe, tiene tres hermanos más: Mónica,
menor que él y que sueña con ser estilista, Erick, de catorce, que hasta hoy,
mantiene el nivel más alto en la escuela, lee como si no hubiera mañana, -
herencia de su abuelo – y Gaby, la mayor, a punto de casarse, por lo tanto, con
pies y mente fuera de esa casa, que a duras penas administra su mamá, doña
Elisa.
Miguel nunca ha sido un niño solitario, antes de la guerra salía todas
las tardes a jugar futbol al solar que esta a un lado del arroyo, -
ahídondeestanlastienditas -, se pasaba la tarde completa pateando un balón, en
ocasiones doña Elisa tenía que obligarlo a cenar. La vida, con el constante ir
y venir de coches, bicicletas y gente caminando que llegaba solo a hacer un
intercambio rápido, para él no era nada nuevo, acostumbrado a ese barrio.
Aprendió pronto que había que bajar la mirada cuando “el patrón” pasaba a ver a
sus muchachos.
- Mamá, me voy a meter con los zetas para comprarme una camionetota y de
una los saco de jodidos a ustedes.
- Cállate baboso, ¿Ya viste al pinche “wero” como lo dejaron por andar
de hocicón? Ande, cállese la boca y no ande diciendo pendejadas.
- Voy a venderles mota a todos los weyes de aquí, vas a ver.
En el barrio ya se han muerto tres o cuatro, todos de la misma
enfermedad, del mismo pinche mal; la codicia y las ganas esas de la mentada
camioneta negra bien chingona. Al final no se compraron nada, todo era
prestado, hasta la piedra y la chiva que se metían, terminaron pagando los
papás del “wero” el discreto entierro en el panteón de la aurora. Estas son
las cosas que Miguel aún no entiende, ahora en lugar del solar, visita a
Gerardo, su mejor amigo y que, aparte de todo, es el único con Internet en la
cuadra. Se sientan horas a ver noticias del narco, a ver fotos de descabezados
y videos de balaceras, hablan y se sienten parte de eso, de alguna manera, lo
son, las alternativas que se les dieron no alcanzaron para mas.
Antes, se culpaba a la desatención de los padres cualquier
comportamiento que los hijos tomábamos; el Nintendo, las maquinitas, las
canicas, el futbol, la televisión y hasta un libro podía llegar a ser el motivo
del regaño. En cambio, para Miguel y su amigo las cosas no son así; están
creciendo en medio de una guerra entre compatriotas, mirando como la gente que
es igual que ellos, puede de un día (o no) para otro, cambiar su estilo de
vida, aunque sea una mentira. Pertenecen, junto con nosotros, al cambio social
que se marcó con sangre, que se sigue propagando a todos los sectores.
- Quiero ser zeta.
Lo escucho, compartimos espacio mientras esperamos a pagar en la tienda,
yo llevo un tang de naranja y él, un kilo de huevo; voltea, con la mirada llena
de sueños imposibles, con la boca seca y la seguridad que solo él mismo pudo
haberse dado.
-¿Qué me ves wey?
Sonrío,
volteamos a vernos todos los que estamos ahí con esa misma sonrisa de asombro,
no digo nada. Así las cosas; si su vida sigue igual, es probable que vuelva
cualquier día y en efecto, me meta una chinga.